miércoles, septiembre 13, 2006

A fines de septiembre se cumplirá un año más de la muerte de mi amigo Manuel Marín, ocurrida el 28 de septiembre de 2003



ADIÓS A MANUEL MARÍN GONZÁLEZ

Para su hija Constanza Marín G.

¿Eres aire puro, y soledad, y pan,
y medicina para tu amigo?

Así habló Zaratustra

Desde una esquina de la infancia, invoco tu figura y tu presencia, amigo. Con bondad echo mano a los sentimientos más claros, más transparentes, si es posible hablar así a estas alturas de nuestra historia.

¿Para qué se muere uno, dirías, si no es para reconciliarse con los seres queridos?

Esa misma convicción ha penetrado hoy mi corazón con tu partida, Chamaco, amigo mío.

Al cabo de tres meses, llegó de pronto a mi alma, suavemente, el soplo del reposo y de la reconciliación con lo mejor y lo más noble que ha quedado de nosotros, en medio de esta maraña en que nos hemos convertido con los años. Amor y piedad, hermano, por las incomprensiones o lejanías que tuvimos durante tu estadía en estas regiones infernales.

Lo sabes. Ya no creo mucho, hermano. Creo poco, muy poco. Apenas puedo decir -y no sin vacilación-, Padre, cosmos, piedra, río.

Pero, Pie Jesu, exclamo casi en sordina para que sólo tú lo puedas oír. Y agregar: Agnus dei, mientras evoco esas escenas espantosas en los tiempos de nuestra infancia en el Liceo, cuando éramos mucho más pequeños que hoy, y sin las pretensiones de ahora, cuando éramos algo así como comparsas de un dolor anónimo, ajeno y lejano, pero que, aun así, constituían murallas de acero celestiales sobre nuestros insignificantes cuerpos espíritus. Y nos reíamos ¿recuerdas?, ahí, en la nave central de la iglesia llena de sol. Contábamos chistes mientras otros compañeros dormían en las bancas de la iglesia, agotados o tristes o culposos por las intensas noches de mentira precedentes. O simplemente dormitaban o terminaban de levantarse de esos largos días de invierno. Pero eran, tú sabes, cosas de niños, de pequeños, muy lejos todavía para valorar la importancia de algunos ritos humanos.

¿Recuerdas las naves laterales? ¿No ves, bajo los vitrales, no ves ahora mismo a algunos de nuestros amigos de esos tiempos -cuando decir amigo era la cosa más sencilla del mundo, cuando tú y yo y todos, estábamos lejos del cálculo o del interés-, ¿no ves, repito, por ahí cerca de los confesionarios, a algunos niños terriblemente arrepentidos de algo inefable, -me estoy riendo, Chamaco- arrastrando un sentimiento de culpa inmenso, del tamaño del universo como personajes mitológicos encadenados al caos del mundo. Y todo, - ¡no me digas que no lo recuerdas, viejo!, por haber besado o tocado o cosas así a la niña de sus amores. Mientras tanto, otros compañeros muertos de la risa buscaban al cura -según nosotros- más sordo o al más anciano, o al que peor hablara el castellano -¿Recuerdas, Manuel, al padre alemán Fruth, o algo así, ya muy anciano a principios de los 50- para que no escuchara nuestros horrendos pecados...peccata mundis...?

Pero evoquemos, Manuel, lo mejor, lo más puro y sencillo. Esos inicios de nuestra amistad cuando ingresaste al Liceo el año 1957 al comenzar las Humanidades de esos tiemepos y que de tan poco nos sirvieron, sin embargo, como un montón de promesas marchitas. Recién cumplíamos los doce años.

Pero si, hermano... Pie Jesu, qui tollis peccata mundi. Se me abalanza el sol del marzo puntarenense y el mediodía del colegio, donde ¿recuerdas? siempre papá Pedrol esperaba a sus hijos, a nuestros compañeros de entonces. Se paraba ahí enfrente -nevara, lloviera o tronara y con su abrigo de siempre, ¡eso es grandeza humana!- en el portal de la Librería de los Boric. Tu padre estaba también, ahí a la vuelta de la esquina frente a la plaza. Es curioso, me parecía tan natural que siempre alguien estuviera esperando a alguien, así como natural era que nosotros nos fuéramos solos a casa. Corriendo por las calles, brincando sobre los monumentos, colgando de los árboles. Trepando esos amados abedules de mi tierra, Chamaco. ¡Esos mediodías de Punta Arenas! ¡Y ese sol a lo largo de la calle Bories... por Bories, Chamaco, hacia el norte, hacia Bulnes...hacia la luz... qui tollis peccata mundi... con nuestros bolsones llenos de esas parvas cosas etéreas, caminando y conversando, alegres, contentos y sin la más mínima sospecha de nada, ni del pasado ni del porvenir. Sólo éramos. Las ilusiones eran una realidad concreta e inapelable en nuestras mentes nevadas. Porque el porvenir no existía, hermano, éramos nosotros en ese preciso y precioso instante de sol transitando por una calle de marzo del puntarenas del 57. ¡No tengo ni la menor idea de nuestras conversaciones, de nuestras ropas, de nuestras posesiones! ¡Esas cosas, por desgracia, vendrían después con toda su carga, con todo su poder demoledor! Recuerdo muy vagamente que me contabas sobre algunas experiencias de cachorro en celo, más llenas de ternura y de malicia infantil que del amor y de las pasiones mortíferas que luego nos depararía el futuro. Pero, yo me sentía orgulloso de ti, de esas experiencias viriles tuyas...Agnus Dei, qui tollis peccata mundi... que me hacían sentir que era amigo de un héroe. ¿Quién lo iba a pensar...peccata mundi... en ese mundo tan exquisito, tan fenomenalmente ordenado y limpio?

Pero lo central de todo esto es tu invitación.
La primera invitación de un niño amigo que pagó con dinero real, real como esos árboles centenarios de la plaza de nuestra ciudad, real como el insulto que se oculta tras la pata del indio; real, hermano, como el pan que algún día me brindaste conmovido y como pidiéndome excusas... qui tollis peccata... Real, como tu golpe en los cristales llenos de nieve de mi pieza en Mexicana, 20 años después; verdadero como los momentos en que nos reíamos a carcajadas y sin contemplación alguna por calle Bulnes frente al cementerio mientras me contabas las interminables historias de la creación del mitológico Marán. Fue ése, un dinero real y eterno, no lo dudes.

Hermano -así solías presentarme- a pesar de los desencuentros, jamás nadie me ha hecho una invitación tan importante, tan trascendental. Un sencillo hot dog en la Fuente de Soda Haití, en el puente de Bories, en la vereda Este de la eternidad. Ya no está ¿cierto, hermano? Pero qué importa, tú y yo seguiremos siempre comiéndonos un hot dog en ese local... qui tollis peccata mundi, hasta que llegue el día en que yo pague la cuenta. No, no te rías. Ten paciencia, hermano.

Estos son los hechos. Estos son -conocidos todos de punta arenas-, los hechos, las piedras angulares de un acontecimiento verdaderamente apoteósico para mí, sin parangón ni antes ni después a lo largo de mi historia personal.
Fue este un acto de generosidad, de amor infantil, un acto gratuito -como todas las cosas verdaderamente grandes de esta pequeñísima vida humana-, y fue porque sí, en medio de tanto sol, de tantas aguas que correrían luego... agnus dei, qui tollis peccata mundi... El primer beso de la amada, Pie Jesu, o la última caricia del amor, sólo pueden dar una idea leve de ese acto maravilloso, tan fundamental en su pureza, en su gratuidad, sospechando o intuyendo apenas en ese tiempo que nada habría tan gratuito en este misterioso mundo que nos tocó habitar...agnus dei, dona eis requiem.

Siempre te lo dije, casi con majadería, hermano, y ahora lamento que no lo hubiéramos conversado lo suficiente, no haber ahondado más en ese acto tuyo fundacional. Para mí, ese convite fue como si alguien desde un rincón del estrecho dijera, (te estoy oyendo): Te envisto para siempre de Amigo...y ahora vete a facer buenas obras por el mundo.

Hermano, aquí ya no habrá oportunidad de corresponder a tu gesto. Es cierto, hay cosas que aquí puedo hacer por ti.

Pero, hubo lejanías y desencuentros y olvidos y esas terribles omisiones. Hubo tiempo para las equivocaciones mutuas. Sólo te lo recuerdo pero sin animadversión alguna, sin reproches, hermano... ¡Qué se le va a hacer! Sonríenos desde allá donde terminamos de cancelar nuestras deudas o donde, agnus dei, se termina ganando el premio mayor de la desolación espantosa. O de la luz. Eso ya lo sabes tú.

Conversamos a fines de julio desde Turín, con Mario ¿recuerdas, hermano? Había resentimiento en tus palabras y tenías un algo de razón y el otro poco estaba de mi parte, pero ahora entiendo que la mía se ha ido empequeñeciendo.

Tus cenizas, Pie Jesu, navegan por nuestro estrecho...qui tollis peccata mundi... donde tantas veces conversamos y donde me hablaste del amor de tu vida: Cierto, tío, me dices.

Desde aquí estoy viendo,
las aguas del gran canal, hermano.
Veo las olas que, una y otra vez llegan cantando o rugiendo a la vera solitaria, y así, en un eterno retorno, como en la Danza cósmica de Shiva, hasta el final de los tiempos vendrán a decirnos o a contarnos nada... Sólo vienen a dejar constancia de que luego de un ciclo viene otro y otro ciclo...
Y que volverán los otoños de punta arenas a Bories... en otra época, en otro lugar, en otra Haití...dona eis requiem senpiternam.

Cuando vaya a Punta Arenas, haremos cuenta que te fuiste hacer unos trámites impostergables fuera de la ciudad, que fuiste a finiquitar un negocio urgente en un pueblo cercano y que te llevará algún tiempo indeterminado. Pero no demores, hermano. La ciudad permanecerá mientras tanto eternamente desierta, como una montaña de nieve.

Miraré, entretanto, tranquilo el abejorro que vuela sobre las hermosas flores mínimas del lupino o de la margarita de los campos. Y en cada fruto de nuestros campos te veré sonreír. Y desde ahí, desde arriba, donde colorean las frutillas silvestres, desde donde se contempla la belleza casi ausente del estrecho...te miraré en paz, Pie Jesu, a través del fruto rutilante de la zarzaparrilla. Miraré tu continente, tu bondad indiscutible, cómo se va hundiendo lentamente en los abismos del corazón.


Exaudi orationem mean
ad te omnis caro veniet

Ojalá.

Hasta siempre, tío.


JUAN PABLO RIVEROS

Santiago, diciembre de 2003.