lunes, agosto 21, 2006

Galería de la Poesía Mayor



Esta foto fue tomada por Annette Karl y corresponde a la Torre en el Neckar, a la orilla del río en el que vivió Hölderlin sus últimos 40 años.
El estudiante que frecuentó al poeta en ese tiempo, W. Waiblinger, dice de sus visitas a Hölderlin:
"La Naturaleza, un hermoso paseo, el cielo despejado, siempre le hacían bien.
Es una suerte que desde su cuarto se goce de una risueña vista
del Neckar que baña su casa, unas deliciosas praderas y una zona montañosa.."

(El texto que presentamos a continuación es una versión o reescritura de distintas
traducciones del poema al castellano. Una especie de versión hecha para nosotros,
desprovista, en lo posible, del tono afectado de muchas traducciones, y que, por otra
parte, se hallan tan lejos del tono y la elevación del poeta Hölderlin.

El texto final en español es, por cierto, resultado de un proceso de cotejo permanente
con el original alemán, labor realizada por mi amiga la Dra. Annette Karl de Berlin.
En cualquier caso, la responsabilidad final es de Juan Pablo Riveros.
Los invito entonces a compartir la lectura de esta aproximación al extraordinario
poema de Hölderlin
)

ARCHIPIÉLAGO
                                             Friedrich Hölderlin

¿Vuelven a ti las grullas? ¿Y dirigen de nuevo
a tus orillas su rumbo las naves? ¿Acarician
brisas propicias tus tranquilas olas? ¿Y,
atraído desde lo profundo,
asolea el delfín sus lomos en la nueva luz?
¿Florece Jonia? ¿Es ya tiempo?, pues siempre en primavera,
cuando a los vivientes se les renueva el corazón y despierta
en el hombre el primer amor y el recuerdo de los tiempos
dorados
¡yo acudo a ti, anciano, y en tu silencio te saludo!

¡Oh, poderoso!, todavía vives y descansas a la sombra
de tus montes, como antaño; con brazos de muchacho
ciñes todavía a tu querida tierra y a la de tus hijas, ¡oh, padre!,
de tus islas, de las florecientes, ninguna se ha perdido todavía.

Creta se yergue y Salamina verdea; alboreada de laureles,
florida de rayos, levanta Delos su cabeza entusiasmada
a la hora del amanecer; Tenos y Chíos
abundan en frutos purpúreos; de las embriagadas colinas
mana el vino de Chipre, y en Calauria se precipitan arroyos de plata,
como entonces, en las viejas aguas del padre.
Todas viven todavía, las madres de los héroes, las islas,
de año en año floreciendo, y cuando, a veces, desatada
del abismo, la llama de la noche, la tormenta inferior
cogía algunas de las graciosas islas que en tu seno se sumergía,
moribunda,
tú, divino, tú, perdurabas, ¡pues tanto es lo que ha nacido
y se ha hundido en tus oscuras profundidades!

También ellas, las celestiales, las potestades de lo alto, las
silenciosas,
que traen desde lejos, en plenitud de sus fuerzas, el día sereno,
y el plácido sueño sobre la cabeza de los hombres sensibles;
también ellos, los viejos compañeros de tus juegos
viven contigo, como antaño; y muchas veces al atardecer
cuando de los montes de Asia viene la sagrada luz de la luna,
y las estrellas se encuentran en tus olas,
luces tú con fulgor celeste, cambiándose tus aguas a su paso,
y la alta melodía de los Hermanos, su canción nocturna,
resuena todavía en tu pecho amantísimo.
Luego cuando aparece el que todo lo transfigura, el sol del día,
la criatura del oriente, el Prodigioso,
comienza para los vivientes el sueño dorado
que les prepara cada mañana el sol creador,
y, a ti, dios afligido,
a ti te envía su hechizo más alegre
y su misma luz amiga no es tan hermosa
como el símbolo del amor, la guirnalda que, como entonces,
y siempre recordándote,
ciñe tu plateada cabellera.
¿No te envuelve el éter? Y las nubes, tus mensajeras,
¿no regresan a ti con el regalo de los dioses, con el rayo?
Luego tú las envías sobre la tierra
para que en el cálido litoral los bosques, ebrios de tormenta,
contigo murmuren y se agiten,
y, en seguida, el Meandro, con sus mil arroyos
apresure su curso tortuoso, como el hijo caminante
cuando el padre le llama, y hacia ti corra alborozado
desde la llanura el Caystor, y el primogénito, el viejo,
tanto tiempo oculto, tu majestuoso Nilo,
avanzando magnífico desde las lejanas montañas,
con un fragor de armas,
llegue ya victorioso y extienda anhelante sus brazos abiertos.
Y, sin embargo, tú te imaginas solitario; en la noche callada
oye la roca tu lamento, y muchas veces, con enfado
tu alada ola huye de los mortales al cielo.

Pues ya no viven contigo tus nobles predilectos,
los que antaño te honraban y orlaban tus orillas
con ciudades y templos, y siempre buscan y requieren
y necesitan siempre para su gloria los sagrados elementos,
como los héroes la corona, el corazón del hombre sensible.
Dime ¿Dónde está Atenas? Tu ciudad, la que tú más amabas, ¡dios afligido!
¿ha sido reducida a cenizas en las sagradas orillas,
sobre las tumbas de los grandes antiguos?
¿O existe algún indicio suyo todavía
para que el navegante cuando pase, la recuerde y la nombre?
¿No se alzaban en ella las columnas, no resplandecían
en lo alto de las fortalezas las divinas figuras?
¿Y no se alzaba allí la voz tormentosa del pueblo desde el ágora?
¿Y no descendían presurosos los caminos a tu encuentro
desde las alegres puertas, allí, hacia el puerto bendito?
¡Mira! En aquel lugar soltaba el comerciante las amarras de su nave,
soñando con la lejanía, alegre, pues también para él
soplaba alígera la brisa,
y le amaban también los dioses,
como al poeta, pues conciliaba los buenos dones de la tierra
y unía lo lejano con lo próximo.
Parte hacia la remota Chipre,
y aún más lejos, a Tiro;
se afana hacia arriba a la Cólquida, y hacia abajo el antiguo Egipto,
para ganar vino y púrpura y trigo y vellón
para su ciudad y, a veces, más allá de las columnas del audaz Hércules,
hacia nuevas islas venturosas
sus esperanzas y las alas de su navío le llevan.
Mientras tanto, distinto el ánimo, permanece en las orillas de la ciudad
un joven solitario, escucha al oleaje,
y presiente algo grande el hombre grave
cuando escucha sentado a los pies del que conmueve la tierra:
no en vano lo educó el dios del mar.

Pues el enemigo del genio, el persa, que domina en muchas tierras,
desde hace años cuenta la multitud de armas y vasallos,
y de la tierra griega se burla y de sus escasas islas
y pareciéndole al rey cosa de juegos;
y como sueño vano era para él, el pueblo ferviente,
fortalecido por el espíritu de los dioses.
Con ánimo ligero, pronunció la palabra, y rauda,
como el torrente flameante,
cuando, fermentando espantosamente por el Etna en hervor,
sepulta ciudades y jardines florecientes en la purpúrea marea,
hasta que la corriente encendida se enfría en el sagrado mar;
así, desde Ecbatana, se precipita con el rey su grandiosa muchedumbre
incendiando y arrasando ciudades.
Y, ¡oh dolor!, cae Atenas, la espléndida; ancianos fugitivos
vuelven sus ojos lastimeros, desde la montaña, donde las bestias oyen
sus clamores, hacia las viviendas y los templos humeantes;
pero las súplicas de los hijos no pueden reavivar las sagradas
cenizas,
y en el valle reina ya la muerte; en el cielo se pierde el humo
del incendio,
y el Persa, cargado de botín, sigue su marcha,
ebrio de crimen, para continuar el saqueo.
Pero en la orilla de Salamina, ¡oh día, en las orillas de Salamina!
esperando el fin están los atenienses, las vírgenes,
y las madres, meciendo en sus brazos al pequeño salvado;
mas para los que escuchan
resuena desde lo profundo la voz del dios del mar,
prediciéndoles su salvación; y los dioses del cielo contemplan
la tierra desde lo alto, pesando y juzgando,
pues allá, en las orillas agitadas
vacila desde el amanecer, cual tormenta que camina
lentamente,
la batalla sobre las aguas espumosas, y ya arde
el mediodía,
inadvertido por el furor, sobre las cabezas de los combatientes.
Pero los hombres del pueblo, los nietos de los héroes,
acometen ahora con más clara visión; los amados de los dioses
piensan en la gloria a ellos destinada, y los hijos de Atenas
no refrenan su genio, que desprecia a la muerte.

Pues, como la fiera del desierto se alza una vez más entre
la sangre humeante
en un último esfuerzo transformado, y al cazador aterran, con noble energía,
así, una vez más, se rehace con el brillo de las armas el ánimo cansado,
ya casi rendido, de los feroces combatientes
espantosamente reunidos por las voces de los jefes.
Y la lucha, más enconada aún, recomienza; como parejas
de combatientes se abordan los navíos; el timón es juguete de las olas;
bajo los combatientes se abre el suelo, y nave y navegantes
se hunden en el seno de las aguas.
Pero en un sueño delirante, arrullado por la canción del día,
el rey extiende su mirada; sonriendo equivocado al triunfo,
amenaza, implora, se regocija, y envía, como rayos,
mensajeros;
pero los envía en vano, pues ninguno retorna.
Sangrientos mensajeros, innúmeros cadáveres y navíos reventados,
le envía la vengativa, la estruendosa ola,
ante el trono en que está sentado sobre la agitada orilla,
contemplando el desdichado, la huida; y corre presuroso,
arrastrado por la multitud fugitiva;
le empuja el dios y acosa su escuadra a la deriva sobre las olas,
hasta que, al fin, burlándose,
su vana joya le destroza y le alcanza,
extenuado, en su armadura amenazante.

Y amorosamente, otra vez vuelve el pueblo de los atenienses hacia
las aguas que esperan solitarias, y de los montes de la patria
desciende la brillante multitud, ondulando en alegre desorden
hacia el valle abandonado.
¡Ay!, lo mismo que al regresar tras largos años
al seno materno, el hijo que se creía perdido, ya adulto
vuelve demasiado tarde la alegría a la anciana madre,
cansada de esperar,
el alma marchita de dolor, y comprende apenas
las agradecidas palabras de su amante hijo;
así aparece, el suelo de la patria a los que a él retornan.

Pues en vano preguntan los devotos por sus bosques sagrados
y la puerta antes amiga ya no recibe a los vencedores,
como recibía antaño al caminante, cuando alegre volvía de
las islas,
y se alzaba sobre su mirada anhelante, resplandeciendo
a lo lejos, la gloriosa fortaleza de la madre Atenea.
Mas bien conocen ellos las calles desoladas,
y los tristes jardines, y en el ágora,
donde yacen derribadas las columnas del Pórtico
y las imágenes divinas,
el pueblo amante, conmovido y celebrando la fidelidad,
se estrecha de nuevo las manos en señal de alianza.
Pronto busca también y entre los escombros mira el hombre
el lugar de su propia morada; y abrazada a su cuello, llora su mujer,
recordando las amadas estancias de sus sueños,
y preguntan los niños por la mesa, a cuyo alrededor
en delicioso grupo se sentaban,
bajo la mirada de los padres, como sonrientes dioses de la casa.
Pero el pueblo levanta tiendas, y los antiguos vecinos vuelven a reunirse,
y se ordenan, siguiendo los mandatos del corazón,
las aireadas viviendas sobre las colinas.
Y así viven ahora, como los hombres libres, los antiguos,
que seguros otra vez de su vigor, y confiados en el día venidero,
como aves migratorias, iban en otro tiempo cantando de monte
en monte,
príncipes del bosque y de las aguas errabundas.
Y, sin embargo, abraza nuevamente, como entonces,
la madre tierra, la fiel, a su noble pueblo, y bajo el cielo
sagrado, dulcemente descansan, mientras suaves, como antaño,
las brisas de la juventud vuelan alrededor de los durmientes,
y entre los plátanos susurra el Ilisos,
y como anunciando nuevos días,
incitando a nuevas hazañas, resuena a lo lejos en la noche,
la ola del dios del mar, que envía gozosos sueños a sus predilectos.
También brotan ya lentamente, en el campo pisoteado,
las flores, las doradas, cuidadas por manos piadosas;
verdea el olivo y en las praderas de Colonos pastan,
de nuevo, como antaño, pacíficamente los caballos atenienses.

Y en honor de la Madre Tierra y del dios de las olas
florece ya la ciudad, creación maravillosa, fundada
tan sólidamente como los astros, obra del genio,
que gusta sujetarse con vínculos de amor y cobijarse en grandes formas
que él mismo se fabrica
manteniendo así su eterna actividad.
¡Mira! Y el bosque sirve al constructor,
y el Pentélico
y los otros montes le brindan mármol y metales
al alcance de su mano.
Pero viviente como él, magnífica y gozosa,
surge de sus manos,
y fácil como la del sol, prospera su obra.
Se levantan fuentes, y encauzado en limpios acueductos
llega presuroso el manantial por la colina al resplandeciente estanque;
y reluce en torno, como héroes festivos alrededor
de una copla común,
la serie de viviendas; sobre todas se yergue
la estancia de los Pritaneos; hay abiertos gimnasios;
se elevan templos a los dioses; y, audaz idea sagrada,
asciende en el éter el Olimpieón, desde el bosque venturoso
hasta cerca de los inmortales; y otros muchos pórticos celestes.
También, Madre Atenea ha crecido por ti,
más orgullosa desde la tristeza
tu espléndida colina,
y floreció largamente por ti, ¡dios de las olas!;
y tus predilectos cantan su agradecimiento alegremente
muchas veces aún, reunidos en el promontorio.

¡Ay , los hijos de la dicha, los devotos seres! ¿Vagan acaso ahora lejos,
por la tierra de los padres, olvidados de los días del destino,
al otro lado del Leteo, y ningún anhelo puede hacerlos volver?
¿Nunca lo verán mis ojos? ¡Ay! por los mil senderos
de la tierra verdeante, ¡figuras iguales a los dioses!,
¿nunca os encontrará el ojo que os busca?
¿Entendí vuestra lengua,
vuestra leyenda tan sólo
para que mi alma siempre triste huyera
antes de tiempo hacia vuestras sombras?
Pero quiero acercarme a vosotros, allá donde crecen todavía
vuestros bosques, donde el sagrado monte oculta entre nubes
su cima solitaria;
al Parnaso quiero ir, y cuando reluciendo a la sombra de la encina
errante me encuentre la fuente Castalia,
esparciré el agua del oloroso remanso, mezclada de lágrimas,
sobre el césped germinante,
para que recibáis aún, ¡oh, vosotros durmientes! una ofrenda funeraria.
Quiero vivir con vosotros, allá en el valle silencioso,
junto a las rocas colgantes de Tempes, e invocaros
a menudo en la noche,
¡nombres magníficos!, y cuando aparezcáis iracundos,
porque el arado profana las tumbas,
yo os expiaré con la voz del corazón,
con piadosos cantos, ¡sombras sagradas!
hasta que mi alma se acostumbre del todo a vivir con vosotras.
Y cuando esté más iniciado, se os hará muchas preguntas,
¡a vosotros, muertos!, ¡y a vosotros también, vivientes!,
¡a vosotras, altas potestades del cielo!,
cuando pasáis sobre las ruinas con vuestros muchos años,
¡vosotras, las de los caminos seguros! Pues a menudo bajo las estrellas
el desvarío me estremece el corazón, con un aire siniestro,
y ansioso busco un consejo; pero hace mucho tiempo ya
no hablan para consolar a los necesitados,
los proféticos bosques de Dodona;
mudo está el dios délfico, y solitarios y abandonados
se encuentran
desde hace mucho tiempo los senderos por donde antes,
suavemente conducidos por las esperanzas
subía el hombre preguntando a la ciudad del profeta veraz.

Pero desde lo alto, la luz habla aún a los hombres,
llena de hermosos significados, y la voz del gran tronador
clama: ¿pensáis en mí?; y entristecidas las olas del dios del mar
resuenan: ¿nunca os acordáis de mí, como antaño?
Pues los seres celestes aman descansar en el corazón sensible,
y siempre, como entonces, las potestades inspiradoras
acompañan al hombre esforzado; y sobre los montes
de la patria descansa, impera y vive omnipresente el éter,
para que un pueblo amante, acogido en los brazos del Padre,
humanamente alegre esté, como entonces,
y que un espíritu sea común en todos.

Pero, ¡ay! Nuestro linaje vaga en la noche, vive en el Orco,
sin la divinidad. Ocupados tan sólo en sus propios afanes,
cada cual se oye sólo a sí mismo en el agitado taller,
y mucho trabajan los bárbaros con brazo poderoso,
sin descanso, mas por mucho que se afanen, queda
infructuoso,
como las Furias, el esfuerzo de los míseros.
Hasta que despertando de un angustioso sueño, se abra
el alma de los hombres, juvenilmente alegre,
y el hálito bendito del amor, otra vez,
como muchas veces antes entre los hijos florecientes
de la Hélade,
sople en una nueva época, y el espíritu de la naturaleza,
el dios que viene desde lejos, se nos aparezca entre nubes doradas
sobre nuestras frentes más libres
y permanezca en paz entre nosotros.
¡Ay! ¿Vacilas todavía? ¿Y aquellos, los nacidos divinos,
continúan viviendo, ¡oh día!, solitarios en lo profundo
de la tierra, mientras una primavera eterna,
amanezca sobre la cabeza de los mortales, sin que nadie cante?
¡Pero no por más tiempo! A lo lejos oigo el canto coral
del día festivo sobre la verde colina y el eco del bosquecillo
donde se ensancha el pecho de los adolescentes,
donde se funde sosegadamente el alma del pueblo en la más libre canción
en honor del dios,
al que la altura consagra, mas para quien los valles
son igualmente sagrados;
mas allá donde gozosa el agua se apresura con creciente juventud,
entre las flores del campo, y donde madura en llanuras soleadas
el noble trigo y los árboles frutales,
se coronan alegres para la fiesta los devotos;
y sobre la colina de la ciudad resplandece,
igual que una vivienda humana, el pórtico celeste de la alegría.
Pues ahora la vida se ha llenado de sentido divino,
y, perfeccionando todo, apareces por todas partes, como antaño
ante tus hijos, ¡oh Naturaleza!, y como de una montaña rica en manantiales,
fluyen de aquí y allá, bendiciones
sobre el alma germinante del pueblo.
Entonces, entonces ¡oh, vosotras, alegrías de Atenas!
¡Vosotras, hazañas de Esparta! ¡Deliciosa primavera de Grecia!
Cuando nuestro otoño venga,
cuando volváis, maduros ¡vosotros, todos los espíritus del pasado!
-¡pues he aquí que se acerca el cumplimiento del año!-,
que os conserve la fiesta también a vosotros, ¡días pretéritos!,
mire el pueblo hacia Grecia y, llorando y agradeciendo,
sosiéguese en los recuerdos el orgulloso día del triunfo.

Floreced mientras tanto, hasta que maduren vuestros frutos,
Floreced, entretanto, solamente vosotros, ¡jardines de Jonia!
¡y vosotras, graciosas yedras de las ruinas de Atenas,
ocultad la tristeza al día que contempla!
Coronad con follaje eterno, ¡vosotros, bosques de laureles!,
las colinas de vuestros muertos, allá junto al Maratón,
donde murieron los jóvenes venciendo; ¡ay!, allá
en los campos de Queronea,
donde huyeron los últimos atenienses con sus armas ensangrentadas
eludiendo el día de la ignominia; allá, allá bajan
de los montes, cada día,
lamentos al campo de batalla, ¡allá bajáis vosotras,
aguas caminantes, desde las cumbres del Oetas,
cantando la canción del destino!

Pero tú, inmortal, aunque la canción de los griegos ya no te festeje,
como antaño, resuena a menudo, ¡oh, dios del mar!,
con tus olas en mi alma, para que prevalezca sin miedo
el espíritu, y como el nadador, se ejercite
en la fresca dicha de los fuertes, y comprenda el lenguaje de los dioses,
el cambio y el acontecer; y si el tiempo impetuoso
conmueve demasiado violentamente mi cabeza,
y la miseria y el desvarío
estremecen mi alma mortal,
¡déjame recordar el silencio en tus profundidades!


viernes, agosto 18, 2006

Edgardo Riveros


EQUINOCCIO

Alzo la mirada al océano
para saludar la hora del retorno y la partida

veo entonces los viejos retratos de mi alma
caminando sobre el mar
buscando el sendero del adiós.

Apoyo todo mi horizonte en esta tarde que se extingue
y son las aves errantes que se posan
en aquello que nunca fue
y en lo que un día pudiera llegar
con la oración de un nuevo amanecer.

En esta agonía de la luz
me pregunto con toda la penumbra de mi ser
por la nave extraviada
que un día partió sin llegar.
En tanto se humedecen los segundos
con las olas que golpean el corazón.

Hoy agito mi alma en la eternidad
para saludar el ascenso de tanto adiós
porque todo es una caravana de ida y de venida
un saludo interminable que se aleja,
yo mismo un saludo de despedida
ante la inmensidad que se atenúa
yo mismo el que se despide
de un crepúsculo que comenzó hace tanto tiempo.

Porque todo es una caravana de sueños
que naufragan en el mar
y porque todo debe despedirse para un día regresar.

DESDE EL PAÍS DE LA AUSENCIA


Desde las playas de la ausencia
los lejanos pasos se aparecen con las primeras estrellas
y una suave quietud se toma los rincones de la lluvia
y el corazón silencia un ahogado suspiro.

Ha sido necesario dejar la isla encantada
en medio de las lágrimas
en un atardecer de lunas y de inviernos
y abandonarse al adiós de este mar tan querido.

Desde las calles de la ausencia
la ciudad sonríe actitudes esenciales
con un plácido caminar de penas
que zarparon con el último barco del crepúsculo.

Hoy camino sin edad ni tiempo
y soy un hombre que sufre y se entristece
porque desde los árboles de la ausencia
el río se ha inclinado demasiado hacia el final
y las palabras que se eclipsaron con la luna
nada dicen, nada tienen que decir.

Es el principio de estos últimos árboles
del irse con el sol y los instantes
del naufragar con el alma en plena tarde.

Y desde las playas de este país encantado
saludo a todos los ausentes
alegremente
tristemente.


AEROPUERTO

Desde la losa ya reseca por el ruido
y por el estruendo de los motores
desde aquellas lágrimas del aeropuerto
donde desierto se queda el corazón
de los que se quedan.

Desde esa gota que temblando insiste suspendida
antes de caer,
estuve viviendo
y contemplando el paso del tiempo.
Como mensajeras de la nieve,
desgarrados y bellos
salían.

Allí
a cada instante
muere acribillado el silencio
y silenciosos se van poniendo los labios
para ruidosa ponerse el alma
conmoción e incertidumbre al ver llegar
edificios que estallan en cristales al ver partir.


Elegancia del ave que asciende
por el riel invisible del adiós
fugaz como el amor que se aleja
y que de pronto, ya a la distancia,
sólo es un inmenso camino de nubes
flotante como los recuerdos.

Un avión se despide
aplaudido por el eco inocente de los campos
y desde la losa
desierta playa donde murmura el corazón de los que se quedan
levanto mi pañuelo largo y oxidado.


A UN CORAZÓN JOVEN

                                 Para Antonio

Que no perturbe la tarde
tu mirada
el silencio hace dibujos donde viene una avalancha
de primaveras en cámara lenta.


Cierra tus ojos
reordena las flores que penden de la infancia
resume el calor de la agonía
y toma aquel océano pleno de futuro
playa única donde los besos
serán promesa de nuevos mundos.